El nacimiento de una nación

La escena de El nacimiento de una nación en que Lincoln (interpretado por Joseph Henabery) cae ante el asesino, es magistral. Cae como el representante del gobierno y de mil aspiraciones nobles y elevadas. El público del Teatro Ford restaurado se levanta en medio del pánico. La multitud es interpretada especialmente para nosotros por los dos jóvenes de los asientos más cercanos, y el horror paralizante de la traición pasa del auditorio del Teatro Ford al auditorio real que está más allá de aquél. La multitud verdadera, presa de terror, contempla su rostro natural en un espejo.

Vienen después las fotografías de los negros amotinados en las calles de la ciudad sureña, multitudes espléndidamente manejadas, que se agitan loca y rítmicamente como el mar. Luego se delinea el surgimiento del Ku-Klux-Klan, del cual ya hemos hablado.

seriamente en cuenta. Es cierto que se han realizado algunos experimentos genuinos en este sentido, pero por varias razones, principalmente porque los artistas no supieron comprender la verdadera naturaleza de su medio, todos resultaron ser un fracaso completo. La actitud de la mayoría de los actores ha sido mucho más condescendiente. Aquellos actores que en general se han preocupado muy poco por cuestiones artísticas, aceptaron el cine con la dócil humildad acordada a todas las cosas en el orden natural. Transfirieron al nuevo invento los conocimientos del drama que habían adquirido en la escena teatral y sólo aportaron un nuevo rasgo: una exageración extrema en la mímica y la acción, que sostenían era la peculiaridad principal del cine. En cambio, los miembros más adelantados de la profesión teatral, que realmente han deseado asentar en la escena los principios del arte vital, por mucho que hayan podido diferir en su interpretación de los mismos, se dieron cuenta en el acto del peligro que amenazaba al drama con la intrusión de las salas cinematográficas modernas y no vacilaron en proclamar una oposición absolutamente resuelta tratando de proteger a su arte de ser contaminado por el vulgar artificio «mecánico». Así, vemos vastas secciones de la comunidad, para las cuales el arte es un objeto de fe vital, rechazando el cine como un medio desprovisto de toda cualidad artística. Pero sería erróneo inferir que careció siempre de fieles defensores. Por extraño que parezca, éstos han procedido del grupo que está más distante de los problemas reales del teatro: los dramaturgos. Como era de esperar, la única falla que los literatos pudieron encontrar en el cine estaba en el argumento, y por eso se dedicaron a la tarea de remediarla. Con envidiable facilidad empezaron a producir en cantidad dramas psicológicos complicados, obras de misterio, tragedias, melodramas «literarios» y Dios sabe cuántas cosas más, a fin de demostrar las posibilidades artísticas que habían estado aletargadas en la descuidada y maltratada cinematografía. Una vez que descubrieron que el teatro ya no disfrutaba de la estima popular, no tuvieron escrúpulos en alzar su tribuna en la pantalla cinematográfica, más aún al percibir en ello la realización de dos objetivos: la popularización del drama y la elevación del cine a un nivel artístico superior. Basta mencionar nombres como los de Gabrielle D’Annunzio y Leonid Andreyev para mostrar que archi- prestres resueltos y confiados en sí mismos de la literatura han emprendido la tarea de reformar las obras cinematográficas. Pero aunque sus tentativas han originado una hueste de argumentos y controversias entre todos los que están interesados en el teatro, no cabe la menor duda de que el fracaso debe ser el resultado inevitable de sus esfuerzos. Su defensa del cine es inherentemente tan engañosa como la oposición de los pintores y actores, ya que ambos son el resultado de no haber llegado en absoluto a comprender la naturaleza peculiar de la cinematografía como medio artístico. Si la defensa de los dramaturgos nos deja completamente impasibles, ya que procede de virtuales extraños, no podemos menos que deplorar la oposición de aquellos que debían ser los primeros y más destacados exponentes del nuevo arte. Porque existe un futuro artístico en la cinematografía, un futuro tan grande como el que puede esperar alcanzar cualquiera forma de drama artístico. Podemos ignorar las críticas de aquellos que condenan como completamente vulgares todas las películas, fotografías y gramófonos, así como la mayoría de los otros productos de nuestro genio mecánico. Esos diletantes bien intencionados son solamente víctimas de las convenciones artísticas en boga y no tienen ninguna norma propia que les permita discriminar entre lo que es arte y lo que no lo es. El futuro de la cinematografía no depende de ellos. Depende de esos amantes del arte ilustrados y liberales que pueden ver más allá de las convenciones del momento, que poseen un campo de sim- patías que es ya suficientemente amplio como para abarcar revelaciones tan divergentes como las que hallamos en el arte estático de Egipto, lo decorativo del arte oriental y la obra embrionaria de Cézanne y Matisse, o para referirnos estrictamente al dominio del drama, la casilla medieval, el teatro de títeres y las producciones de Gordon Craig. A ellos corresponde la tarea de crear los cánones y normas, de moldear las convenciones del arte cinematográfico y de erigir una tradición que pasará, a su debido tiempo, a través del período en que sea meramente de moda para llegar finalmente a la posición de un medio reconocido de expresión artística.

Es con el objeto de conseguir una actitud más favorable hacia este medio desacreditado que me aventuro, a pesar de darme cuenta de la herejía, a formular una exhortación en favor de la cinematografía como vehículo de una genuina expresión artística.

Mucho se ha dicho en la prensa acerca de las cuestiones involucradas en el problema de la cinematografía: su atracción especial sobre las masas; su competencia con el teatro; si llegará a sustituir a éste o si está condenada a ser una moda transitoria para desaparecer eventualmente; su crudeza artística; es decir, si es una regresión a los métodos de un tablado de feria o si indica el nacimiento de un nuevo arte democrá- tico; y muchas otras preguntas similares. Por el momento no nos preocupamos por esas cuestiones. Sin subestimar su interés e importancia, sostenemos que pasan por alto el factor esencial del problema: la naturaleza peculiar del medio que solamente debía formar la base de su posible aplicación artística. Antes de que podamos entrar en una discusión de este problema, deben ser aclarados varios conceptos populares erróneos, profundamente arraigados. Casi me desespero de mi tarea, porque en la esfera de las ideas, como en la de la biología, las formas más bajas de vida son las más tenaces.

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