En la pantalla (Parte 2)

Otro tipo de producción trata de hacer lo mismo con un truco de la cámara. Está bien representado por El americano, una película realizada por otro elemento de la Triangle Film Corporation ahora separado de ésta, el Fine Arts Studio, en un tiempo dominado por Griffith. Aquí contemplamos también a los actores, y nada más que a los actores. En una luz clara y suave vemos a un hombre sentado ante su escritorio; detrás de él los detalles del despacho se desvanecen en las sombras a los lados de la pantalla. De las sombras surge Douglas Fairbanks llegando a la zona iluminada donde hemos estado viendo al otro hombre. El mismo efecto general de concentración interpretativa y de atmósfera se consigue en casi todas las demás escenas de interiores. Pero se logra, como podrá observarse, con apenas el empleo real de la iluminación. Los márgenes de la imagen, fuera de la parte central dada a las figuras, son cubiertos por un iris que hace una viñeta del centro. Como el fondo es siempre de madera o de lienzo oscuro, el efecto es casi el mismo que el logrado con el método de Ince. La utilidad y necesidad de un fondo oscuro se ven fácilmente en comparación con películas en las que este efecto del iris es usado en escenas al aire libre, como en La barrera. En ésta, el borde del iris se recorta fuertemente contra el cielo claro o el panorama. Y en el instante en que es visible esa línea, uno no sólo se da cuenta del truco sino que hasta tiene la conciencia de la cámara. Se pierde el espíritu de credulidad; uno piensa en el director y los actores, en la cámara y en todo lo ficticio, en lugar de sentir la historia como real.

Aparte del hecho de que el método del Fine Arts es un truco que una observación aguda puede descubrir, está el de que carece de las virtudes pictóricas que tiene el de Ince. Con el método de Ince, la luz no sólo está concentrada en las figuras de los actores; además, puede ser combinada en diseños distintos del círculo del iris. En la escena del club de Chicken Casey, por ejemplo, la luz llega a un grupo de hombres vestidos de etiqueta desde una ventana alta, arrojando sombras que sugieren, en el ángulo y las líneas de los paneles, la altura y la magnificencia del aposento. En la biblioteca del dramaturgo, la luz del sol es conformada y suavizada por las sencillas pero elegantes cortinas de las ventanas. Entra en el dormitorio por la ventana y la puerta, cumpliendo su misión necesaria de iluminación pero sugiriendo también el arreglo espartano de la habitación y la proximidad de la biblioteca, de donde proviene la acción.Naturalmente, otros directores han aprendido estos trucos y algunos los emplean extremadamente bien. Está Allan Dwan, por ejemplo, un estudioso perspicaz del cine desde sus primeros tiempos. En Panthea presenta prisiones de asombroso efecto realizadas solamente con sombras profundas, y construye un comedor palaciego con sólo un amplio espacio de piso y de mesa y una gran araña encima. Sabe cómo controlar la luz, inclusive en los exteriores en que debe depender del sol. Para su película, de tema ruso, ha levantado paredes al estilo de Vermeer y salones en sombras que tienen la calidad de los de pintores históricos rusos. Su escena inicial es una obra de arte tan genuina como cualquiera composición de Steichen. De la oscuridad de la sala surge una habitación gris, con tres manchas de color fotográfico. Una es una pequeña ventana en lo alto, a la izquierda. Bajo su luz se distingue a una joven sobre la esquina de un piano de cola. A la izquierda está la puerta de un pasillo escasamente iluminado en donde permanece de pie su viejo maestro. Luego, la cámara toma para nosotros otros detalles de esa habitación, compuestos con la sencillez y dignidad que residen en el mismo piano. Hay tres hombres sentados aparte en la media luz, escuchando. La música y la ocasión un recital privado ante conocedores son la esencia misma de la escena.

¿Pero qué es toda esta atmósfera sola? Ciertamente, no es nada a menos que sea usada en historias con un método que haga de ellas algo lleno de la totalidad de la vida mientras nuestra mente erra por ellas. Y eso ha aprendido a hacerlo en el cine norteamericano. Hemos ido por experimentos, por tanteos, por instinto, directamente a la naturaleza intrincada, submental de la cinematografía, que Munsterberg reconoció en su valioso volumen analítico. Proyectemos en la pantalla en medio minuto aspectos grandes y pequeños, inmediatos y remotos, obvios y supuestos, actuales y reminiscentes, de lo que debe ser relatado.

Es una cualidad que reside primero en el argumento y que el director debe comprender mientras trabaja. Allan Dwan, que escribe sus propios argumentos, emplea su minuciosa técnica griffithiana, con efecto seguro, en Panthea. Coloca ese salón de música ante nuestra vista con innegable seguridad. Nos da el ambiente ruso mediante una docena de pequeños toques, vigorosos flash-backs, íntimos y punzantes primeros planos. Cuando llega a la parte más rápida de su historia, nos lleva a través de ella, infaliblemente, siguiendo acciones físicas hasta en los detalles más ínfimos. Cuando, por ejemplo, la policía allanó su casa, muestra no sólo su aproximación, los grupos de ambos lados de la puerta, la violencia de la entrada y la dispersión de los moradores, sino también, al cargar la policía escaleras arriba detrás del héroe, el impacto de la escena, con una «toma» repentina de pies que suben los escalones. Nuevamente usa ese recurso de primer plano y con mayor efecto aún,porque caracteriza cuando el oficial, después de haber tirado contra el héroe, le da un puntapié con su bota calzada con espuelas para asegurarse de que es inofensivo. Dwan captura en su primer plano de la bota al dar el puntapić, no sólo la bestialidad del acto sino también una curva en la bota misma y en la dirección del golpe que es asom- brosamente característica del rudo y peripuesto oficialito de aire pru- siano. Tal detalle no sirve a ninguna finalidad en el relato. Pudo ser eliminado, y todos los pasos necesarios de la acción seguirían estando alli. Pero, cuando no se le da una extensión tal que haga parecer que tiene una importancia en la trama, de la que carece, un recurso de esa índole refuerza la convicción y la atmósfera en forma asombrosa. Son detalles de este tipo de intuiciones del argumentista y del director- los que darán a la cinematografía algo de las cualidades de observación y carácter que forman la literatura.

Ocasionalmente, esos medios técnicos de iluminación, y de secuencia y observación, son empleados en un episodio que se agranda con la imaginación. Tal momento se presenta en la última cinta de este venturoso período, El Golem. Es una película alemana, que, a pesar de mostrar el tipo de iluminación de Ince con gran efecto en toda ella, advierte las posibilidades de la verdadera técnica cinematográfica solamente en raros momentos en que el relato exige imperativamente este recurso de origen norteamericano. Uno de ellos es inolvidable: el Monstruo es una antigua figura de piedra que adquiere vida cuando un pergamino con escrituras mágicas ha sido introducido en una especie de protuberancia hueca que tiene en el pecho. Después de varios siglos de soledad en un pozo abandonado, la figura pasa a ser propiedad de un anticuario que posee también el secreto del pergamino. Da vida al gigante de piedra y lo usa para varios fines curiosos, inclusive la custodia de una hija que se inclina a coquetear con un joven noble. La mujer despierta la curiosidad del Monstruo y finalmente una especie de pasión, y cuando ella se escapa de la casa, la sigue. Luego sigue el descubrimiento del mundo, más maravilloso aún que el hallazgo de una pasión. El gigante cruza pesadamente la plaza de la aldea alemana contemplando sus edificios góticos. Llega a un arroyo y con una sonrisa de placer lo vadea chapoteando. Al llegar a la otra orilla encuentra un arbusto en flor y toma con su mano enorme un capullo. Al contemplarlo lo lleva, accidentalmente, suficientemente cerca de la nariz como para aspirar su perfume: otra de las cosas más sencillas y grandes de la vida es reflejada en la cara ancha y elementalmente estúpida del gigante. Todo ello, desde luego, en una variedad de «tomas» a distancia y primeros planos.

Y ahora llega el momento mejor y más perfecto, mientras con la cámara seguimos al Golem a campo traviesa. Subimos una ligera loma hasta una cresta boscosa. Desde ese bosque contemplamos, a través de un círculo artístico de ramas en sombras, una antigua ciudad que alza sus torres al cielo. De pronto, surgiendo del primer plano, se alza la mole del Golem. Su cabeza está vuelta para contemplar la vista que, si nos ha llamado la atención a nosotros, debe dejarlo sin habla. Lo contemplamos con asombro interés personal. El cuerpo se alza más y más, inclina la cabeza hacia atrás, alza los hombros y extiende los brazos separándolos de sus costados en un gesto de maravillado asombro que encuadra nuestra visión de la ciudad milagrosa. Luces y sombras, composición, selección y disposición de las «tomas», nos graban ese milagroso peregrinaje del Golem como pocas artes podrían hacerlo. Con ellas realiza todas las cualidades de la imaginación que puede conjurar la palabra o la pintura. Es la simbolización de esas cosas, inclusive la más vulgar de las películas, lo que hace de la rutina del cine, en cierto modo, una aventura gloriosa.

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