Herman G. Weinberg
Cuando Eisenstein visitó los Estados Unidos, le preguntaron qué era lo que más admiraba en el cine norteamericano, y replicó: «Chaplin, Von Stroheim y Walt Disney».
En lo que atañe a Chaplin y Disney, ambos han recibido homenajes sobrados, tanto de visitantes como de nativos. Nuestra preocupación se refiere a Stroheim, cuyo arte malhadado floreció durante una década, luego se marchitó y murió, arrancado por las manos de los ávidos de dinero y la falsa moralidad del régimen de Hays, en Hollywood. El realismo intransigente de Stroheim hizo vibrar una cuerda simpática en Eisenstein y es natural que los dos admiraron mutuamente su obra. Pero mientras Eisenstein estaba trabajando en un estado socialista, en el que el cinematógrafo era considerado como algo más que una diversión trivial, Stroheim trabajaba en la atmósfera de invernáculo de esa gran ciudadela de la reacción: Hollywood. Eisenstein bombardear a una sociedad capitalista decadente desde las vastas llanuras de la U.R.S.S., que servían como posición desde la cual podía lanzar esos proyectiles -Potemkin y Diez días haciendo añicos la hipócrita com- placencia de una Europa que confundió su anuncio de muerte con el rumor de los tanques, el tumulto de las hordas regimentales y el chillido megalomaníaco de los dictadores. Stroheim excavaba desde dentro, y mientras Eisenstein derribaba el blindaje de Europa, él disecaba a una aristocracia en las últimas etapas de decadencia sofisticada, con la precisión y eficacia del bisturí de un cirujano.
Stroheim reveló la gran llaga que estaba consumiendo el corazón de esta sociedad. Esposas indiscretas, La viuda alegre y La marcha nupcial no fueron proyectiles, desde luego, sino sutiles e insinuantes copas de veneno. Reyes, reinas, príncipes, grandes barones, opulentos industriales, la brillante alta sociedad… ataxia locomotriz, hemofilia, ninfoma-nía, satiriasis, perversión, glotonería, violación. Esta fue la «Alta Sociedad» de Stroheim. Sus breves escenas de guerra en el lamentable no terminado Carroussel tenían toda la terrible fuerza acusadora de aquéllas en El fin de San Petersburgo. En Codicia arrancó los últimos girones de respetabilidad del cuerpo del hombre como animal y gritó: «¡Qué vergüenza!» El espectáculo que reveló era ciertamente vergonzoso; pero la revelación sólo sirvió para crearle enemigos, y su ostracismo social eventual quedó sellado con la mutilación de esa película: una mutilación que trató de disminuir el sobresalto del espectáculo de esa criatura llorosa y lamentable que se suponía que Dios había creado a su imagen y semejanza y que Stroheim revelaba en forma tan implacable bajo su microscopio. Pero Stroheim repudió la versión adulterada de su obra maestra (como había repudiado cada una de sus obras precedentes y siguientes, todas las cuales fueron mutiladas en forma similar) lo mismo que Eisenstein, años después, repudiaría la versión adulterada y pervertida de su gran película épica del pueblo mexicano ¡Que viva México!
En verdad, ambos tenían mucho en común. Pero el arte de Eisenstein persiste en su crecimiento, apoyado por una nueva sociedad. Stroheim fue acosado y desalojado por una camarilla rencorosa que respondía a todas las garantías de «libertad de expresión», «democracia» «integridad del artista», etc., con una sonrisa sardónica.
En cierta ocasión circuló el rumor de que Stroheim quería ir a Rusia. Nadie parece saber qué sucedió a este respecto. Pero ahora, gracias a una herencia inesperada y a la ayuda de varios amigos, se dice que nuevamente oiremos hablar de Von Stroheim. Tal vez filme su novela Paprika, una rapsodia gitana en prosa que fue publicada aquí, el otoño pasado. Esperemos que sea cierto.
Y sin embargo, ¡qué extraño destino de un hombre! ¿Se llama realmente Erich von Stroheim? ¿Es realmente un ex teniente de la vieja Guardia Imperial austríaca, hijo de un gran noble de Bohemia? ¿No será, más bien, una criatura de otro mundo, poseída maravillosamente de un espíritu misterioso, un monstruo encubierto para confundir a la multitud?
Esto es lo que sabemos: vivió en Viena en el apogeo de su esplendor imperial moribundo, antes de que los mastines de Europa la acosaran, como a un ciervo herido, lleno de elegancia. Stroheim vivió en la Viena de los carruajes suntuosos con sus rígidos lacayos, trotando sobre sus elásticos flexibles, en su descuidado camino a Schönbrunn; la Viena de un millar de luces brillantes que chispeaban en el Prater, iluminando la alegría en Sacher’s, reflejando su vino espumoso en los ojos impúdicos de sus demi-mondaines gitanas.Con la cicatriz del sable en la mejilla y el monóculo puesto… los corazones llenos de caballerosidad, las almas llenas de poesía, los jóvenes oficiales de hulanos vivían, bailaban y amaban. Cuando llegó la guerra, partieron, olvidando pagar las cuentas del sastre, pero no titubearon en combatir y morir brillantemente en el Piave. Podía vérselos cerca de la Catedral de San Esteban en 1922 pidiendo limosna en la plaza. Anteojos negros cubrían sus ojos ardientes, y entre nubes de polvo caliente arrastraban sus pobres andrajos militares raídos, pe- gados aún a sus cuerpos marchitos, con las charreteras caídas en pedazos…
Otros, más afortunados, o tal vez menos, se convirtieron en gigolós, estafadores, falsificadores.. y luego, cuando los años artificiales de inflación sobrevinieron, ellos también entraron en colapso y terminaron en la cárcel…
Sólo uno entre ellos supo cómo trocar la derrota en gloria, en millones. Sólo uno entre ellos supo cómo, igual que el fénix, volver a crear la Corte Imperial de Viena de las cenizas dejadas por los años horribles de holocausto.
¡La vieja Austria Imperial! Despedazada por la derrota, volvió más brillante, más alegre, más deslumbradora que nunca películas hechas por Von Stroheim en Hollywood. en las
En la dieta copiosa y sana que consumía el público cinematográfico norteamericano antes de su advenimiento, él echó sutilmente unas gotas de veneno.
Primero vino El pináculo; luego, Esposas indiscretas, esa sutil y perversa comedia sexual que fue explotada por la Universal como «La película de los cuatro millones de dólares», con un letrero luminoso en Times Square que era cambiado diariamente a medida que subía el costo de producción, truco de propaganda que posteriormente rebotaría como un «boomerang» en Von Stroheim adjudicándose una reputación injustificada de loca extravagancia.
En El pináculo, el propio Stroheim representaba a una comadreja de oficial austríaco en vacaciones en los Alpes, con la suficiente energía para tratar de seducir a cuanta mujer conocía. Finalmente, es arrojado desde una montaña por un marido celoso. El título era simbólico y el simbolismo no estaba en una baraja esotérica en alguna parte de la película. En Esposas imprudentes, Stroheim nuevamente hacía el papel de un oficial de vacaciones, esta vez en Monte Carlo de posguerra. Como consecuencia de su donjuanismo, termina con un cuchillo en la espalda y su cuerpo es arrojado junto con el de un gato muerto, a una alcantarilla. La retribución siempre se demandó en las películas de Stroheim, que fueron la cosa más moral imaginable. El villano invaria- blemente merecía su merecido al final, en la forma más desagradable que Stroheim podía concebir.Debido a él, la mujer norteamericana aprendió a preferir a los archiduques acicalados e insolentes cuyos besos quemaban como un latigazo, antes que a los bucólicos héroes locales. Stroheim fue el verdadero creador del cine «sofisticado».
Pero el arte del cine «sofisticado» fue degradado, corrompido y comercializado por otros.
Aparecieron diletantes con el brillo superficial y los trucos superficiales que Stroheim no pudo o no quiso utilizar. Seamos generosos y no citemos nombres. Es cierto que la técnica de Stroheim era a veces lamentablemente estática para una película cinematográfica, pero sus escenas individuales estaban tan cargadas de pensamiento, tan maravillosamente preparadas, iluminadas y compuestas, que era fácil perdonarle una falta de movimiento, ritmo y ángulos de la cámara.
Stroheim siempre tenía algo que decir y sabía cómo decirlo, que era más importante. Y luego Stroheim hizo lo que de golpe lo convirtió en grande: quebrantó las reglas de un arte que había creado.
Cuando ganó todo lo que quiso, cuando había perdido todo apetito y sentimiento del dinero, de pronto empezó a conocer la angustia y la desesperación. A esto siguió el tormento.
(Continuará..)